Soy un estigma caminando

El fantasma del inmigrante rechazado se empecina en influenciar mi susceptible estado de ánimo adonde quiera que vaya. Como un coreano lejos de Once, mi paranoía me acompaña por todo este pueblo. Así, me predispongo a ser observada cuando pregunto obviedades mientras hago algún trámite, cuando pido en cualquier bar una cerveza de litro y el mozo me mira extrañado queriéndome explicar que no existe esa medida cúbica, cuando algún antisocial se empecina en hablarme en gallego mientras yo lo miro indignada, cuando me dispongo a comprar lo que sea y el empleado de turno insiste en repreguntarme un discurso que no comprende (respecto a esta cuestión, no sé realmente si se trata de un problema de acento o de mi tradicional falta de modulación) o cuando alguna vieja me para en la calle para preguntarme direcciones que desconozco.
Debo admitir, sin embargo, que la gente procura tratarme muy amablemente: con un animado entusiasmo me adjudican inmediatamente la argentinidad que me corresponde e incluso improvisan una cordial sonrisa para afirmar que me perdonan la inexperiencia propia del recién llegado.
No obstante, mi fantasiosa predisposición al rechazo da rienda suelta a cualquier tipo y clase de conjeturas que siempre derivan en una sensación discriminatoria.
Estoy un poco perseguida, lo sé, pero elijo defenderme en lugar de procurar integrarme.
Nadie me ha hecho nada, pero yo solita me encargo de asumir como un marroquí en Francia, o un boliviano en Belgrano, el estigma que me corresponde.